Sentimiento y cultura constitucionales. Si hasta 1978 no habíamos sido capaces de alcanzar un pacto constituyente para articular nuestra convivencia sin exclusiones, no podíamos esperar que arraigara entre nosotros un verdadero sentimiento constitucional. Ahora, por el contrario, la inmensa mayoría de los españoles consideran como propia la Constitución, porque no se sintieron ajenos al proceso constituyente y porque no se sienten excluidos de un proyecto democrático claro y sólido en lo fundamental, y, al propio tiempo, suficientemente abierto a diferentes opciones, en coherencia con el pluralismo político que el artículo 1º proclama, entre los valores superiores del nuevo ordenamiento jurídico. Dejando al margen los minoritarios grupos que, en aras de trasnochados ideales etnicistas, niegan, en vano, su naturaleza española y que, siendo consecuentes, rechazarían cualquier otra Constitución de España, podemos constatar el arraigo profundo de un sentimiento constitucional que se nutre de vivencias tales como el normal ejercicio de los derechos y libertades, la superación de antagonismos irreconciliables, la tolerancia basada en el valor de la diversidad, la natural aceptación de Instituciones y reglas pactadas, en fin, la legitimación del Poder por la voluntad popular y la eficacia de los mecanismos de protección contra sus posibles extralimitaciones y abusos. Es, en resumen, la gozosa percepción de formar parte de una sociedad plenamente democrática lo que fundamenta el arraigado sentimiento constitucional que debemos al pacto alcanzado en 1978 y cuya ausencia, largamente sentida en nuestra convulsa historia, hoy nos resulta inimaginable. Pero la cultura constitucional desarrollada a lo largo de los últimos veinticinco años no es sólo sentimiento. Es también el resultado de la reflexión consciente sobre el largo camino recorrido: el arraigo en la vida política y jurídica de España, el nuevo ordenamiento legal creado, la formación y el progresivo enriquecimiento de una cultura jurídica constitucional en los ámbitos de la Justicia y de la doctrina, la democratización de la vida pública y de las instituciones del Estado, la impregnación constitucional de la vida ciudadana. Son razones suficientes para defender la Constitución en su integridad, aunque sea mejorable, en primer lugar contra los intentos de destruirla, contra las propuestas que suponen la alteración de sus fundamentos. Pero tampoco las reformas viables serían ahora oportunas. Con escasísimas excepciones, ni son demandadas por los ciudadanos ni se detecta la necesidad de acometerlas. Y ni en esos pocos casos excepcionales pueden apreciarse razones de verdadera urgencia. Si, además, tenemos en cuenta las enormes dificultades, acaso la imposibilidad de concitar el consenso necesario para abordar, con éxito, una reforma constitucional, estamos obligados a posponerla. Nos asiste, por otra parte, el más irrebatible argumento: la irresponsable temeridad que supondría abrir, bajo graves amenazas de ruptura del orden constitucional, un proceso de reforma que, con toda probabilidad, reabriría la historia de nuestro convulso constitucionalismo. Gabriel Cisneros fue ponente de la Constitución Española
de 1978.
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