Gana la Constitución
Editorial de ABC, 6 de Diciembre de 2003.
HOY se cumple, en el ámbito decisivo de la legitimidad política,
el vigésimo quinto aniversario de la Constitución, aprobada
en referéndum por el pueblo español el día 6 de
diciembre de 1978. Es opinión común que se trata de la
mejor Constitución de nuestra Historia, pieza decisiva para la
incorporación irreversible de España al mundo contemporáneo.
Una Constitución que goza de notable arraigo social, aunque a
algunos les cuesta admitirlo. En efecto, más allá de símbolos
o retóricas oficiales, los electores optan siempre por votar
a partidos serios y rigurosos en cuanto a ideología y capacidad
de gestión. Ninguna ocurrencia transitoria ha prosperado a escala
nacional y son irrelevantes en el conjunto de España los sufragios
que obtienen los radicales y extremistas de uno o de otro signo. He
aquí el reflejo de una sociedad madura, anclada en una fuerte
clase media, que dota de estabilidad al conjunto y rechaza de forma
rotunda las aventuras oportunistas. Ésta es una buena razón
para el optimismo, derivado también de una prosperidad económica
sin precedentes, que sitúa a nuestro país en la cercanía
inmediata de los Estados más desarrollados, si atendemos al dato
objetivo de las cifras macroeconómicas. Sólo los resentidos
o los que se complacen en la mentira interesada pueden negar que la
Constitución ha resuelto felizmente problemas muy graves que
enturbiaban, hace poco tiempo, la convivencia entre los españoles.
Así, asuntos tales como la vieja "cuestión agraria"
o la propia "cuestión religiosa" se sitúan ya
en el dominio de los historiadores y carecen de significado polémico
para las generaciones jóvenes.
ESPAÑA cumple con holgura los requisitos más rigurosos
del Estado constitucional. Pieza clave es, sin duda, la Corona, la mejor
forma de gobierno en nuestra realidad histórico-política,
en cuya configuración actual la figura de Don Juan Carlos I alcanza
una dimensión extraordinaria. En la base del sistema se sitúa
la soberanía nacional, que reside en el pueblo español
y es fuente única y exclusiva de la legitimidad del poder. No
es admisible, por ello, la invocación fraudulenta del derecho
de autodeterminación o la invención de un hipotético
sujeto constituyente, con el objeto de confundir la parte con el todo.
Establece nuestra Ley de Leyes instituciones representativas derivadas
del pluralismo político y la limpia confrontación electoral.
Un pluralismo fortalecido gracias a la ilegalización de Batasuna,
partido falso que no era sino un burdo disfraz de la banda terrorista
ETA, como quedó acreditado en su día ante el órgano
jurisdiccional competente. Funciona de manera razonable el principio
de división de poderes, con especial incidencia en un Poder Judicial
llamado a administrar la justicia que emana también del pueblo
y que debe ser concebida como garantía de seguridad jurídica
y recta aplicación de la Ley al caso concreto. En fin, los derechos
fundamentales que reconoce el Título I están a la altura
(a veces, muy por encima) de las más modernas declaraciones internacionales
y cuentan con un sistema de garantía, en especial el recurso
de amparo, que resiste con largueza la comparación respecto de
cualquier ordenamiento jurídico contemporáneo. Toda obra
humana es, por supuesto, perfectible, pero son sin duda muchas las virtudes
que cabe atribuir a nuestra Carta Magna.
EL debate sobre una eventual reforma exige, en el contexto actual, algunas
precisiones conceptuales. Hay quienes pretenden la "ruptura"
de la Constitución, en nombre de un falso poder originario que
trata -significativamente- de ocultarse bajo el manto generoso de los
derechos históricos reconocidos por la disposición adicional
primera. Sobre este punto no hay discusión posible. En rigor,
las aventuras soberanistas dependen más de la conveniencia particular
de ciertas elites nacionalistas que de una preocupación auténtica
de los ciudadanos. Es notorio que la inmensa mayoría de los españoles
se siente muy cómoda en un marco jurídico que permite
manifestar con absoluta libertad cualquier opinión o preferencia
territorial o cultural. Existe, eso sí, un límite infranqueable:
el reconocimiento del Poder Constituyente único y el deber de
lealtad respecto del proyecto común. Un objetivo muy distinto
es el pretendido por quienes defienden ciertas reformas parciales, dignas
sin duda de un debate sosegado que las circunstancias presentes no aconsejan.
Las modificaciones que se plantean, referidas en especial al Senado,
no van a solucionar problemas de fondo, aunque pueden contribuir a un
mejor funcionamiento del complejo Estado autonómico. Por lo demás,
el fortalecimiento del Senado como Cámara de representación
territorial depende tanto y más de la voluntad política
de los partidos que de su plasmación formal en el texto escrito
de las normas. Hay que insistir en que el momento resulta especialmente
inoportuno. Bien se dijo en la Declaración de Gredos, adoptada
de común acuerdo por los siete ponentes constitucionales, que
cualquier reforma futura requiere al menos el mismo grado de consenso
que se alcanzó en su día. Tenemos una buena Constitución,
que llega ahora a su plenitud. La España constitucional es la
única forma posible de convivencia para la inmensa mayoría
de nuestra sociedad, que desea desplegar su proyecto vital en una nación
fuerte y sólida, moderna y plural, abierta al mundo contemporáneo,
protagonista de su propio destino después de tantos esfuerzos
para superar viejas querellas. Todo ello con la convicción y
la determinación que se desprende de la expresión precisa
y concluyente que abre el artículo 1.1 de nuestra norma fundamental:
"España se constituye...".
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