Una Constitución para integrar
Por Miguel Herreo de Miñón, ponente de la Constitución.
Diciembre, 2003

Hay dos formas de integrar la comunidad política: el autoritarismo, cuyo exponente máximo es el totalitarismo, y la democracia constitucional. El primero consigue la unidad negando el pluralismo; la segunda deja espacio suficiente para que los elementos de dicha pluralidad puedan desarrollar sus identidades, sus correspondientes ámbitos de libertad, su vida en fin. El constitucionalismo democrático es una obra de arte por lo difícil de conseguir y mantener, tan escasa como preciada, que sólo es dado alcanzar en determinadas latitudes históricas. Cuando España alcanzó dichas latitudes -gracias, entre otras circunstancias, al desarrollo económico y consiguientes transformaciones sociales de las décadas anteriores-, la siempre deseable democracia constitucional, inviable en los años treinta, resultó no sólo posible sino inevitable. El mayor mérito de la transición fue poner las instituciones políticas al nivel que la sociedad española requería. En eso consistía el hacer normal lo normativo que, con terminología de Heller, adoptó como lema Adolfo Suárez.

Las democracias constitucionales, cualesquiera que sean sus orígenes formales y sus reglas de funcionamiento, no se imponen, se consensúan; sólo se mantienen mientras dura ese consenso constituyente; y les es inherente el diálogo tanto como el gobierno de la mayoría. Es claro que la Constitución democrática cuyos veinticinco años de continuada, pacífica y feliz vigencia celebramos no podía ser ni ha sido una excepción a todo ello. Se hizo por consenso y su funcionamiento requiere diálogos múltiples. Esto es lo verdaderamente importante.

Después, a los juristas nos gusta formalizar esa realidad política en categorías más o menos útiles. "Poder constituyente", "soberanía", "pueblo" y tantas otras, son ejemplos de ello. No se trata de realidades sustantivas como las personas o las cosas, sino instrumentos para pensar. Si sirven a la mejor integración política, aprovechémoslas; si la obstaculizan, porque la realidad actual las excede, prescindamos de ellas como se hace con las herramientas en desuso. En el Derecho Constitucional lo importante es obtener un consenso integrador en libertad y las categorías están a su servicio, como en el Derecho privado lo importante es la articulación de los intereses en presencia y los conceptos van detrás.

En realidad el consenso fue un pacto. Un pacto sobre el modo y la forma de la vida en común. Sobre la unidad de España y su autogobernada pluralidad, sobre la Monarquía parlamentaria, sobre los derechos fundamentales y las prestaciones sociales a cargo de los poderes públicos, indispensables para transformar en real la libertad formal. Sobre el Estado de Derecho Social y Democrático, en fin. Lo demás son leyes de la Constitución.

Un pacto no sólo entre los siete ponentes, ni entre las fuerzas políticas que representaban, aunque nunca se ponderará bastante el mérito de las mismas y el protagonismo que, como hombres de Estado, asumieron, sin excepción, sus dirigentes, sino entre una serie de instituciones y fuerzas políticas y sociales, desde la dinastía reinante hasta los sindicatos de clase, pasando por la Iglesia, las fuerzas patronales y los medios de comunicación. Todo eso que F. Lassalle, con realismo sociológico, denominaba "fragmentos de Constitución". ¿Quién puede dudar, por ejemplo, que más allá de un partido concreto, ciertamente, ejemplar e indispensable en el consenso, el catalanismo político y la conciencia nacional que tras él latía fue un actor principal del pacto constituyente?
Un pacto que excedió al contrato. En el consenso todos renunciaron a algo pero no mediante un toma y daca, sino porque, entre todos, decantaron metas más altas a la de cada uno, a las cuales, por superiores y más generales, todos pudieron dar su adhesión. El pacto constituyente fue, de esta manera, un pacto de unión de voluntades. Ese pacto que no se agota como el contrato en las respectivas prestaciones, sino que introduce a quienes en él participan en un orden nuevo y diferente de vida. Por ello, el mantenimiento de ese pacto ha sido fundamental a la vida de la Constitución durante el último cuarto de siglo y debe mantenerse en el futuro si la Constitución, para bien de todos, ha de seguir cumpliendo su función de integración política.

Y eso se consigue manteniendo vivo el ánimo del pacto que obliga a seguir pactando y a lo que para ello es indispensable: a dialogar. El cumplimiento e interpretación de un pacto, en efecto, no puede quedar al arbitrio de una sola de las partes. Ello impide su denuncia unilateral, pero, también, su imposición unilateral. Ello obliga a modificarlo sólo de común acuerdo, pero también a buscar ese acuerdo cuando las circunstancias han cambiado y una o varias de las partes propugnan su modificación. La lealtad a lo pactado prohíbe su incumplimiento, pero también su patrimonialización que, en el caso de un pacto constitucional, lleva a defraudar su finalidad integradora. Para integrar, la Constitución debe ser de todos y ofrecerse a la libre adhesión de todos.

El elemento pacticio de una constitución consensuada obliga a la negociación y a lo que para ella es indispensable: el diálogo permanente y múltiple. Los que Vedel denominaba diálogos de la democracia a cuya buena salud no basta el gobierno de la mayoría, que puede llegar a ser tan autoritario como una dictadura, sino que requiere la integración de las minorías políticas y sociales. Los diálogos entre ejecutivo y legislativo; entre Gobierno y oposición; entre mayoría y minorías -esto es, entre fuerzas políticas y sociales-; entre centro y periferia -entiéndase entre gobierno estatal y Comunidades Autónomas-; entre representantes y representados. ¿Existen hoy estos diálogos en España? Es innegable que todos ellos podrían mejorarse mucho y que algunos, indispensables, brillan por su ausencia. Sin duda, la revisión de algunas instituciones constitucionales y, más fácil todavía, su mutación mediante prácticas y convenciones consensuadas, capaces de preparar y experimentar la reforma, podrían habilitar cauces para ello. Pero, entre tanto, ¿qué?
A la hora de negociar, nada más eficaz que la voluntad negociadora. Siempre, en cualquier circunstancia, sin condiciones previas. Porque las condiciones que, previamente exigidas, pueden impedir la negociación, se cumplen a lo largo de la misma si se negocia con tanta buena fe como habilidad. Como se hizo en el momento constituyente cuyo veinticinco aniversario ahora celebramos y que para no frustrarse exige no sólo recordarse sino repetirse cada día. Hacerlo siempre presente, porque da el ser a esa forma superior de vida que es la comunidad política. A eso se llama integrar por la vía del constitucionalismo democrático.

MIGUEL HERRERO DE MIÑÓN, miembro de la Real Aademia de Ciencias Morales y Políticas. Ponente de la Constitución en 1978