Promulgación de la Constitución de 1812, de Salvador Viniegra

Asediado por las bombas, en una ciudad hambrienta y enferma, un grupo de hombres sencillos alumbró la primera Constitución española.

Aquel primer soplo de esperanza

JUAN GÓMEZ JURADO
ABC

Todo huracán comienza como un leve soplido.

El mismo día en que se firmó la Constitución de 1812, la Naturaleza, esa a la que veneraban los ilustrados, se conjuró para hacer ciertas esas palabras. Mientras los sacerdotes entonaban el Te Deum para celebrar el logro conseguido tras años de deliberaciones, un vendaval se levantó a las afueras de la iglesia. La fuerza del viento fue tan grande que tronchó un árbol robusto. La gente salió a la calle, sujetándose los sombreros, para ver el tronco desgajado. Bueno o malo, todos lo tomaron como un presagio. El absolutismo español, como aquel árbol tronchado, era un ser asediado por múltiples vientos.

El más fuerte de ellos se había levantado cuatro años antes, el 2 de mayo de 1808. Aquel día había comenzado la Guerra de la Independencia, al principio como un levantamiento popular ahogado en sangre por los dragones franceses en las calles de Madrid. España era una casilla más en el enorme tablero de ajedrez en el que se había convertido Europa, en una partida que el genio militar de Napoleón jugaba contra sí mismo y contra sus propias fuerzas.

El juicio de los siglos determinaría que el Corso cometió dos tremendos errores en su hambrienta batalla por el control del continente. El más determinante de ellos fue intentar conquistar Rusia. Pero el primero y el peor fue invadir una España empobrecida y humillada, a la que los franceses no consideraban más que un pedregal habitado por pastores y porqueros.

Los españoles alzaron la cabeza

El desorganizado y lastimoso Ejército español no supuso ninguna oposición al principio. Abrumado, Carlos IV abdicó en su hijo Fernando VII, el que habría de convertirse en el monarca más ruin de los que han llevado la corona de España. Y Fernando no dudó en abdicar a su vez en Bonaparte, al que llevaba años enviando cartas sumisas. Nada hacía presagiar que España iba a ser la tumba de las aspiraciones napoleónicas.

Con quienes el Corso no contaba era con los españoles.

En aquellos meses, en España iban a ocurrir dos sucesos que asombrarían al mundo. Uno fue la batalla de Bailén, que marcó la primera derrota de un ejército napoleónico. En las sierras de Jaén, bajo un sol de justicia y con fuerzas ligeramente inferiores, los franceses hincaron la rodilla en tierra por primera vez. 17.000 de sus 21.000 soldados fueron hechos prisioneros aquel día, y la noticia corrió de boca en boca por toda Europa. Napoleón no era invencible.

Con su rey prisionero en Valençay, con su país ocupado y la moral por los suelos, los españoles no bajaron la cabeza. El resultado fue que desde aquel día un francés no era dueño más que de la tierra que pisaba. Cualquier pequeño destacamento, cualquier correo que intentase atravesar la Península, cualquier dragón que se perdiese y parase a abrevar su caballo en una venta solitaria… todos ellos recibían idéntico trato. A poco que se descuidasen eran capturados, castrados, desollados y puestos a colgar de un árbol. Y no por el casi inexistente Ejército, sino por la población civil. Por aquellos pastores y porqueros a los que Bonaparte despreciaba.

Sus ejércitos se vieron desconectados de París. Para que un general recibiese una simple carta con instrucciones, esta tenía que llevar una escolta fuertemente armada, que viajaba mucho más despacio. Ahí comenzó su derrota.

El segundo de los hechos que cambiarían el curso de la historia —no solo en Europa, sino en el mundo entero— se originó dos meses después. Huérfanos de gobierno, los españoles constituyen la Junta Central Gobernativa en Aranjuez. Perseguida por el avance francés, primero se traslada a Sevilla y luego a Cádiz, tras cuyas murallas resistirá hasta el fin de la guerra.

Ese autogobierno, derivado de la ausencia del rey en cuyo nombre afirman actuar, deriva en la convocatoria de unas Cortes Generales. Se escriben millares de cartas, que viajan a bordo de mulas y carros, escondidas entre los pertrechos. Se llama a los liberales de España y América a acudir a Cádiz. La ciudad gaditana está defendida por 28.000 soldados y por sus defensas naturales, pero los artilleros franceses intentan por todos los medios bombardear la ciudad desde la distancia. A ese peligro se une la epidemia de fiebre amarilla que asuela los barrios pobres y la superpoblación de un núcleo urbano al que han llegado refugiados de toda España, además de los que acuden a la convocatoria de Cortes.

Cruzar la península plagada de invasores era una tarea ardua, así que donde falla el diputado titular un suplente le sustituye. Es el caso de Agustín de Argüelles, que estaba llamado a convertirse en la gran figura del momento. Un hombre instruido y magnífico orador, que ocupa el escaño correspondiente a Asturias.

Escasos disidentes

Los diputados se reúnen por primera vez en 1810, en el Corral de Comedias de la Isla de San Fernando. Un espacio enorme, con capacidad para casi medio millar de personas entre la platea y la corrala, donde voces venidas de muchas leguas de distancia pronuncian todos los sinónimos posibles de la palabra libertad. La acústica del lugar es perfecta, y los disidentes, pocos. Allí hay nobles y comerciantes, obispos y militares, pero el ansia reformista es patente en la mayoría de ellos. Van turnándose con discursos de dos horas de duración, a los que siguen acaloradas y barrocas discusiones que al día siguiente son reproducidas en los periódicos.

No hay, sin embargo, un enfrentamiento brutal entre nobleza y tercer estado, como en la Revolución Francesa. Prueba de ello es el momento en el que Argüelles se puso en pie y abogó por el fin de los señoríos: «Son opuestos y repugnantes al sagrado principio que no reconoce por legítima cualquier situación que no esté establecida libre y espontáneamente por la Nación, o no se derive de algún contrato». Al instante fue aplaudido por el conde de Toreno, algo impensable en la Francia revolucionaria. Claro, que un bosque de guillotinas allana muchas discrepancias.

Las ideas del enemigo

Muy pronto los diputados comienzan a elaborar una Constitución, cimentada en la idea central que el enemigo quería imponerles a bayonetazos. Que la figura del Rey no sostiene el poder, sino que este deriva del pacto social de un grupo de personas que depositan sus libertades en la nación.

Los constituyentes no quisieron llegar a la idea de república, por muchas razones. En lugar de ello plantearon una monarquía constitucional, que resultaba más cómoda y práctica. Aquellos eran hombres sencillos e inteligentes, y en su texto no hay complicadas teorías deontológicas. En lugar de ello cercenaron el nudo gordiano del absolutismo de dos certeros tajos: la división de poderes y la distinción entre Hacienda nacional y hacienda Real. Lo que era del Rey y lo que era de los españoles. Porque entonces como ahora lo importante es dónde va el dinero público y quién lo administra.

La libertad de prensa —excepto para asuntos religiosos—, la de industria, el fin de los privilegios… cada uno de los conceptos que se esgrimieron en aquellas asambleas era un clavo sobre la tapa del ataúd del Antiguo Régimen. Todos se plasmaron en un texto extrañamente detallado, como si sus redactores tuviesen el —acertado— presentimiento de que cualquier desencuentro no se resolvería amistosamente.

Finalmente, el 19 de marzo de 1812, festividad de San José, se aprobó la primera Constitución española, una de las más liberales de su tiempo. Los diputados y el pueblo de Cádiz la aclamaron entre vivas al Rey Fernando VII, el deseado. El Rey leyó el texto en su encierro dorado de Valençay. Escribió cartas a las Cortes, prometiendo jurar la Constitución tan pronto volviese a España. Misivas contemporáneas de otras que le dirigía a Napoleón, con frases como «mi gran deseo es ser hijo adoptivo de S. M. el emperador, nuestro augusto soberano. Yo me creo digno de esa adopción que sería verdaderamente la felicidad de mi vida, dado mi amor y mi perfecta adhesión a la sagrada persona de S. M. I. y mi sumisión y entera obediencia a sus pensamientos y a sus órdenes». Estas cartas fueron publicadas en los periódicos de París, convirtiendo a Fernando en el hazmerreír de Europa.

Un sacrificio heroico

El Rey regresó a la Península al terminar la guerra, en 1814. Ignorante de las traiciones del monarca, el pueblo llano lo recibió de manera triunfal en Madrid al grito de «¡Viva Fernando!¡Vivan las cadenas!».

Fernando agradeció la lealtad y la candidez, el sacrificio heroico de los españoles durante la guerra y el esfuerzo titánico de las Cortes rompiendo todas y cada una de las promesas que había hecho. Se negó a firmar la Constitución, persiguió a los liberales y encabezó una represión absolutista ayudado por parte del Ejército. Finalmente, el presagio de aquel árbol tronchado por el viento del que hablábamos al principio se había cumplido. En su forma más negra.

Si hay algo que el estudio de esta época enseña es que en raras ocasiones los gobernantes han estado a la altura de los sacrificios que ha hecho el pueblo español. Pero ni siquiera la vileza de Fernando VII es capaz de eclipsar los logros democráticos de la Constitución de 1812. Por primera vez en la historia unas colonias se consideran provincias del Estado que se formaba, en oposición a cómo había tratado Inglaterra a los territorios recientemente perdidos durante la Revolución Americana. Y más importante aún, sus habitantes, europeos e indígenas adquirían la condición de ciudadanos de pleno derecho, con sufragio universal. Quedaban fuera de este las mujeres y los esclavos negros, pero eso hubiese sido ir demasiado lejos para la mentalidad de aquellos tiempos.

En aquella Cádiz asediada por las bombas francesas, hambrienta y enferma, sopló por primera vez un viento de esperanza. Que la democracia no es un estado, sino un ideal. Un sueño de perfección inalcanzable, que comenzamos a soñar hace mañana dos siglos, y en pos del cual aún nos quedan muchas batallas que librar.

Constitución de 1812

Edición facsimil de la Constitución (62MB)

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