Exaltación de Don Felipe como Príncipe de Asturias, 1 de noviembre de 1977

Dignísimas autoridades, asturianos, el corazón inmenso de España, por el que reparto mis pasos y esperanzas, tiene en este lugar en que nos encontramos su latido más íntimo y universal.

Por eso, al dirigirme a vosotros en este acto, me dirijo a todos los españoles, en la certeza de que, hoy precisamente al rendir este homenaje a Felipe como Príncipe de Asturias, proclamamos nuestro tronco común, nuestra identidad de españoles y la España esencial que nos une.

Hace un año os dije estaría aquí con mi hijo, y gracias a Dios, puedo cumplir la promesa.

Es éste un acto sencillo y lleno a la vez de significaciones. Se consagra en él y se renueva una tradición de seis siglos: la que exige que el heredero de la Corona sea Príncipe de Asturias. Mi hijo queda vinculado real y solemnemente a esta noble región.
Queda también vinculado a lo que esta región significa y a lo que significa su condición de heredero de la Corona que se hace aquí exigente y clara.

Así, podríamos decir que el Príncipe siente ya, desde esos instantes en que recibió la Cruz de la Victoria, la responsabilidad moral de futuro Rey.
Muchas gracias, señor Presidente, por vuestras palabras, en las que habéis recordado los antecedentes históricos de este acto.
Muchas gracias por las expresiones de lealtad y de confianza en la Corona y muchas gracias por ese mensaje que, a través vuestro, nos envía todo el pueblo asturiano. Al decirlo no hacíais más que confirmar y proclamar el afecto y la confianza que la Reina y yo tenemos en vosotros.

La función de la monarquía es integradora. Afecta a la esencialidad. Plasma y vincula en su espíritu lo que hay de común, aquello que nos hermana y entronca. Por eso, en este austero paisaje que ahora nos conmueve, donde España un día lejano, levantó la cabeza para no inclinarla nunca, nos sentimos embargados con una profunda emoción.

La tierra, las rocas, el cielo, son elementos distintos. Pero todos ellos armonizan en una obra acabada y completa en la que se exalta la vida. Los hombres y las regiones, de igual modo, forman una gran familia. Siendo distintos unos de otros, cobran su máxima identidad cuando se sienten armonizados y complementarios. El Rey, la monarquía, sirve a esa profunda identidad común y esencial. Por encima de lo mutable y transitorio, pero respetando sus rasgos, sirve a las identidades plurales de su pueblo. Las quiere todas tal como ellas se quieren a sí mismas en libertad y en paz. Unidas por el progreso. Pero también sintiéndose miembros de la misma sangre, árboles de un mismo bosque, aguas de un mismo mar. En definitiva, miembros de una familia.

Este sentimiento de universalidad, de nacionalidad y de unidad se siente profundo, limpio, exigente, tierno y duro a la vez, aquí en Asturias. Porque Asturias es para mí, como Rey, y quiero que sea también para ti, Felipe, como heredero, todas esas cosas: universalidad y españolidad, dureza ante las dificultades, voluntad de trabajo, exigencia de gobernantes.

La biografía de esta región, que es también la biografía de España, porque aquí los españoles empezamos a sentirnos unos y comunes, está llena de cicatrices y de generosidad.

En sus montañas, en sus valles, en sus entrañas fecundas, en los litorales donde sueña aventuras transoceánicas, tiene Asturias una extraña y secular fuerza.

Yo diría que esa es la fuerza ancestral de España, que ha ido creciendo sobre sí misma, uniendo ríos, valles y litorales y, en definitiva, uniendo a los hombres que vivimos en ella. En esta Asturias, desde eso que un gran historiador español de este siglo llama «la fiera voluntad de libertad», nació España. Por eso me gustaría deciros, y no encuentro palabras para ello, que España es la construcción, a través de los siglos, a través de sinsabores y gloria, de la libertad. Esa misma que ahora nos une y nos compromete.

Por todas esas razones, no quisiera terminar mis palabras sin decirle al Príncipe de Asturias algo que nos exige, precisamente, esta tierra asturiana, este marco español esencial de Covadonga.

Esa Cruz de la Victoria que llevas sobre el pecho es, efectivamente, una victoria que hemos de conquistar todos los españoles. Una victoria sobre el egoísmo y la ambición. Sobre la incultura y la ignorancia. Sobre el atraso y la pobreza. Sobre la pereza y la disgregación. Sobre la incomprensión y las diferencias negativas. Una victoria que es preciso conseguir y consolidar cada día.

Esa Cruz no es rica porque esté compuesta de piedras y esmaltes, sino porque significa, ni más ni menos, la solidaridad de todos los españoles y su voluntad de sobrevivir como nación. Su voluntad de seguir con orgullo su camino, con el mismo orgullo con que un día iniciaron aquí, en estas montañas, su identidad nacional.

Esa Cruz, significa también tu cruz. Tu cruz de Rey. La que debes llevar con honra y nobleza, como exige la Corona. Ni un minuto de descanso, ni el temblor de un desfallecimiento, ni una duda en el servicio a los españoles y a sus destinos. En esa obra bien hecha, en esa voluntad de superación, yo quiero que tú, Príncipe de Asturias, te sientas entrañable y crucificado.

Esa Cruz te exige a ti y a todos los españoles, cuyas generaciones jóvenes representas, cumplir siempre con lo que España os pida y de vosotros espera.

Yo te pido, en nombre de los españoles, que nunca decaigas. Y te lo pido aquí, en Asturias, sobre los riscos de Covadonga y ante esa Virgen «pequeñina y galana» que es la instancia amorosa y alta de todos los asturianos.

Asturias es tan humilde en su grandeza que llama a la Virgen que acunó España, «pequeñina y galana». Es, sin embargo, grande, esforzada y vigilante. Su manto va más allá de estos valles, cubre a toda España. Ella te protegerá como nos protege a todos. Y yo se lo pido hoy de una manera especial.

Por todo ello, di conmigo, desde este lugar, y para que nos escuchen todos los españoles, ¡Viva España!


Índice de documentos históricos